jueves, 15 de octubre de 2020

Libros: Lo que no tiene precio, de Annie Le Brun

Hay dos claras corrientes de pensamiento diferenciadas sobre los resultados de la globalización económica de los últimos cincuenta años. Está quien destaca cómo han prosperado sociedades subdesarrolladas, véase China, hasta alcanzar salarios industriales similares a los de varios países europeos, y están quienes creen que sólo ha servido para enriquecer a unos pocos a costa de la explotación salvaje de todos los trabajadores del mundo, en particular los de esos países menos desarrollados. No son del todo excluyentes ambas valoraciones, pero Annie Le Brun está alineada firmemente con la segunda. No en vano, proviene del movimiento surrealista, que, si por algo se caracterizó, fue por su enmienda a la totalidad del mundo.


Annie Le Brun

Lo que no tiene precio

Madrid, Cabaret Voltaire, 2018

Trad. de Lydia Vázquez Jiménez

Hay que tener en cuenta esta premisa para enfrentarse a su ensayo Lo que no tiene precio, una obra cargada de rechazo absoluto hacia la mercantilización de tantas esferas de la vida propias de esta época. A la hora de poner en perspectiva las consecuencias del ultracapitalismo, la autora puede caer en la parcialidad, la inexactitud e, incluso, en la boutade, pero eso no quita que la ley de la oferta y la demanda se halle presente en cada vez más ámbitos de la vida, sometiéndonos, y es ahí donde su crítica es más plausible. En la distancia corta resulta incluso de una agradable procacidad.

Annie Le Brun, compañera del poeta croata Radovan Ivšić, perseguido tanto por los nazis como después por los comunistas hasta su exilio en París, nunca ha tenido escrúpulos para disparar «fuego amigo». Criticó el feminismo basado en el moralismo y, tras abogar en Del exceso de realidad por la pasión y la poesía como único remedio contra la uniformidad de pensamiento actual, ahora arremete contra las estructuras mercantiles y las consecuencias sociales del arte contemporáneo.

El ensayo comienza con un tono catastrofista: «He aquí el tiempo en que las catástrofes humanas se añaden a las catástrofes naturales para abolir todo horizonte». Pero su tesis es válida y pertinente. Le Brun se queja de la fealdad que supone una belleza pretendida que todo lo inunda, que no es otra que la del dinero. Por eso deberíamos, sugiere, lanzarnos a una «búsqueda empedernida de lo que no tiene precio». Sería la única huida posible de un mundo donde abundan las reducciones a lo idéntico, donde –dice– hay un exceso de imágenes, de signos que se neutralizan en una masa de insignificancia que necesita una renovación constante y agotadora de todos los aspectos de la existencia. Estamos abrumados.

La crítica parte de lo más cercano. Detecta la autora que las clases dirigentes se permiten un atuendo de barbas de tres días y pantalones vaqueros rotos, prueba de «una dominación atenta a sustituir sus signos exteriores de riqueza por signos exteriores de rebelión». Al mismo tiempo, las clases medias y bajas abrazan esos mismos códigos como signos de distinción. En una «servidumbre falsamente desenvuelta, unos y otros creen reconocer su libertad». Pero los signos de diferencia son tan banales que acaban siendo intercambiables. Un ejemplo palmario de todo esto serían los tatuajes. Una «singularidad ficticia», sostiene, cuya inscripción para toda la vida «imprime la insignificancia como definitiva marca distintiva».

En los albores de la sociedad industrial, el fenómeno que denuncia Le Brun comenzó a manifestarse con los pintores academicistas franceses, explica. Un ejemplo sería El nacimiento de Venus de Alexandre Cabanel, del que Zola escribió: «La diosa, ahogada en un río de leche, parece una deliciosa ramera, no en carne y hueso –esto parecería indecente–, sino en una especie de mazapán blanco y rosa». Un género que había ignorado la cosificación del cuerpo estaba incurriendo ya en ella en esa época. Desde entonces, sigue, hemos llegado a una estética de lo anodino, a un triunfo del esteticismo. Cualquier crítica social que intente pronunciarse en este contexto termina siendo irremediablemente «una música de acompañamiento sin ninguna eficacia, reducida a procurar buena conciencia a quienes la comparten».

En otro apartado, el análisis del mercantilismo en el arte actual se realiza bajo la premisa de una cita de William Morris: «La fealdad no es neutra, actúa sobre el hombre y deteriora su sensibilidad hasta el punto de que ni siquiera nota su degradación, lo que lo prepara para descender un nivel más». Desde entonces, a partir de la Segunda Guerra Mundial, «la fealdad ha tenido vía libre». Es decir, se ha desencadenado «una guerra contra todo aquello de lo que no puede extraerse un valor». Impera la soberanía del dinero y todos los problemas del arte contemporáneo son de carácter comercial, señala.

Desde los años noventa, el mercado del arte experimentó un auge en el que las pujas llegaron a los tres y cinco millones de dólares habitualmente, para pasar a multiplicarse por diez en quince años. Le Brun cita indignada unas palabras del artista Damien Hirst: «Aquí se juega la batalla del dinero contra el arte, y en tanto que artista, espero que evidentemente gane el arte, pero si resulta que gana el dinero, el arte tendrá que rendirse». No por casualidad, uno de los mayores promotores del arte contemporáneo en el Reino Unido, Charles Saatchi, fue el publicista que diseñó la campaña que llevó a Margaret Thatcher al poder con el famoso eslogan «There is no alternative».

Hay similitudes entre el ensayo de Le Brun y La utilidad de lo inútil, el libro del filósofo italiano Nuccio Ordine. Concretamente, en el capítulo donde se explica cuánto detestaba el poeta Charles Baudelaire al «hombre útil», esos jóvenes que se dedicaban al comercio con el único objetivo de ganar dinero: «Emancipado por su precocidad glotona, lo abandonará [el hogar materno] no en busca de aventuras heroicas; no para liberar una belleza prisionera en lo alto de una torre, no para inmortalizar una buhardilla con pensamientos sublimes, sino para fundar un comercio, para enriquecerse, y para hacerle la competencia a su infame papá». Así, todo será criticable y condenable menos el dinero. La virtud sin rentabilidad será «inmensamente ridícula» y la justicia «prohibirá la existencia de aquellos ciudadanos incapaces de enriquecerse».

Así hemos llegado a unos artistas unidos entre sí por la violencia del dinero, a juicio de Le Brun. Los debates sobre estética son deliberadamente apolíticos. El estilo con que se alcanza la fama tiene que ser inmediatamente identificable, como un logo de Coca-Cola o Nescafé. Son «artistas que con sus elecciones arbitrarias confunden el valor de lo arbitrario con lo arbitrario del valor». El proceso artístico, en suma, no es más que una creación de valor sin riqueza. Como ejemplo paradigmático, la autora apunta a Jeff Koons y sus bolsos de tres mil y cuatro mil euros para Louis Vuitton: «La meditación de un artista sobre los maestros en forma de bolsos de mano», señaló la prensa.

Además, la arquitectura de los propios museos y fundaciones es en sí misma «una provocación». Son construcciones que rivalizan en gigantismo con el fin de aniquilar el espacio público. Con razón, la autora cita en este punto a Albert Speer y la función que ejerce la arquitectura como pieza constitutiva de un régimen totalitario. Si acudimos a sus memorias, de su puño y letra, puede leerse que «arquitectura» era la «palabra mágica» en el Tercer Reich por cuanto llegó a ser la expresión del poder alcanzado por el partido nacionalsocialista. No es, por tanto, azaroso que los museos de arte contemporáneo sean en la actualidad «expositores de monotonía que se reproducen de una a otra ciudad», el signo elocuente del sistema actual de explotación y dominación que tanto detesta Le Brun.

En su conjunto, todos estos fenómenos sirven a la ensayista para acuñar el término «realismo globalista». Al igual que los regímenes soviéticos trataban de moldear las sensibilidades de sus ciudadanos a partir del arte realista socialista, el neoliberalismo ha encontrado una herramienta equivalente. Todos sus resortes están replicados en la actualidad. En cualquier país encontraremos las mismas tiendas, las mismas franquicias con los mismos productos. Es lo que denomina «la belleza de aeropuerto». Las diferencias se mercantilizan rápidamente y acaban por anularse. De esta manera, se logra «modificar nuestros paisajes interiores». Un mecanismo de control que inculca un sentimiento subconsciente de insignificancia a la persona como método para obtener de ella apatía y servidumbre. Una parálisis que haría imposible cualquier posibilidad de observar el mundo en perspectiva.

Ante esta fuerza destructora, las críticas de arte «oscilan entre el manual de instrucciones y el texto promocional». En alusión a casos como los citados bolsos de Koons, Le Brun se queja de que el consumo más oneroso haya podido barnizarse con un prestigio cultural. La virtud de los tiempos es el cinismo ejercido en una aparente libertad en un mercado fruto de «la necesidad perenne de disimular los pormenores de sus capitales» que tendrían los ricos. Es el botín de los vencedores, concluye: apropiarse de la cultura.

A estas alturas, es evidente que el arte no es que esté imbricado en los sectores económicos del lujo: es que forma parte de esa industria. Es ahí donde reside la mayor contradicción de las ideas expresadas por Le Brun. El alcance del «mensaje artístico» es limitado y exclusivo por su propia naturaleza, como corresponde al bien de la industria del lujo que es. Lo que sí es inequívoco son los efectos de la publicidad, que no del arte, en la población. Los modelos, como ella misma denuncia, «formateados, calibrados, reacondicionados por la cirugía estética, el bodybuilding y el deporte» que extienden el miedo a ser excluido si no se imitan, sí que han aniquilado la singularidad, medida por el hecho de que uno pueda aspirar al eje de un sistema moral que está desapareciendo o cambiando en el siglo xxi: el de la dignidad.


Álvaro González es periodista en Jot Down y colaborador de Valencia Plaza, Yorokobu y Ruta 66. Está especializado en cultura popular y en la región de los Balcanes, donde ha residido.


Fuente: Revista de libros

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